¿Por qué leer a Mario Vargas Llosa?
Por Ítalo Morales
Hay que leerlo porque sus novelas son construcciones parecidas a un edificio en Manhattan: elegantes y difíciles de imitar. Hay que leerlo porque personajes, como Zavalita nos estrellan constantemente contra el muro de la historia para darnos un sopapo y preguntarnos constantemente como si fuéramos alguien o nadie: ¿En qué momento se jodió el Perú? También porque La Casa Verde no sólo es verde, sino que tiene los diversos colores del país: matizados con el ruido y el lenguaje de un prostíbulo edificado en la cima de un pueblo andino. Hay que leerlo porque el Poeta y el Jaguar de la Ciudad y los Perros son actores de carne y letra moldeados por una sintaxis que parece escaparse de las hojas. Leerlo porque la tía Julia ha hecho del incesto una suerte de función de medianoche y porque el mudo del rincón más olvidado quiere ser un hablador para retratarse en una foto que diga Perú.
Hay que leerlo porque ha hecho de la historia un juego de locos, donde el fanatismo de un Consejero se semeja a la pesadilla de Abimael Guzmán: historia mesiánica de la Guerra del Fin del Mundo, épica de la sinrazón y de la muerte. Leerlo para escapar – quizás aleccionados-del círculo de la calamidad que ha representado el terrorismo más salvaje en nuestra historia, donde los Maytas recorren los andes y la selva mientras su fusil apunta siempre a una estrella. También leerlo para sembrarnos las ganas de incendiar los templos del fascismo: dictaduras morbosas que oscilan entre la derecha y la izquierda del infierno. Leerlo para cerrar los ojos e imaginar a Lucrecia, limpia, cortesana, infiel y palpable; imaginarla desnuda sobre un potro negro a la espera de un cazador de noches y de sueños. Sí, leerlo para volver a creer que algunas niñas pueden ser malas por siempre y que todos podemos enamorarnos de unos ojos y de una voz hasta que la osamenta nos resista. Leerlo y releerlo, sin aspavientos y sin mesura, allá en la guarida del lobo, iluminados por una antorcha, mientras nos dejamos seducir por Flora Tristán y Paul Gauguin, quienes murieron en la búsqueda de una luz. Abrir por enésima vez El Pez en el Agua y sumergirse, ávido de anécdotas de vida y salir exhausto de campañas políticas dolorosas y de traumas infantiles.
Finalmente, leerlo para sentirse abrazado por millones de lectores que también aman el lenguaje y el sueño irreparable de la historia. Abrir la primera página y buscar un nombre cualquiera, un rostro cualquiera. Sorprenderá la coincidencia.
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